La urdimbre poética de Atardece en mis ojos recorre la experiencia de los días y la memoria que subyace a cada instante. Se despliega este poemario a partir de una reflexión sobre la muerte. Una proyección que se fija como referente y razón desde la que explicar la existencia misma. Un interrogante que se arrastra en cada poema a la vez que el tiempo se va definiendo y cayendo con un goteo imparable, guiándonos a lo más profundo del alma que se pone sobre la mesa de disección. Pero no es este poemario de Ceferino Montañés, el sexto ya, un poemario que se ciña en exclusiva a las hechuras insondables de la muerte, tanto como al dolor y a la pérdida.

El poeta es ese hombre que sueña con la eternidad, aun siendo consciente de su vacío. La forma en que se ordenan las palabras queda reflejada en versos que definen el propio acto poético, el sentido de la escritura, pero también la belleza que se evoca para referirla en su pérdida. La línea de costa, mar y tierra, la pugna de los opuestos, el desierto, son espacios extremos donde ubicar la soledad o el encuentro que provoca la sensibilidad consciente, la lucidez en el desgarro indeleble del verso que es pasado o presente incierto. Es necesario buscar la distancia para ensalzar el sentimiento que se desprende de las palabras.

Quedan enmarcados así los poemas en una dimensión sublime que refiere un paisaje tan desolado como el vacío que se va planteando en un pulso introspectivo. La distancia al origen, la trayectoria de una vida, el amor y la amargura, se van sedimentando en los pliegues de una existencia siempre fugaz.

Javier F. Granda

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